sábado, 11 de diciembre de 2010











Brindemos.

Son encuentros con quienes nos endulzan la vida.
O encuentros que despiertan nuestra piel en reposo.
Y esos que nos ayudan a marchar sin demasiada tristeza. A confiar en la espera.
Nos sacuden de la abulia. Nos invitan a renacer.
Una sonrisa, un apoyo. Sueños reunidos.
Acaso salvar una vida o al menos salvar un instante.
Encuentros que reinician,
que sorprenden,
que conmueven cualquier hora.
Y las miradas se engalanan
mientras nuestras manos conviven.
Estamos celebrando la vida.



Marina Caballero
Ilustración: Celebración. Grabado (2009). Marco Temprano Alonso.

jueves, 18 de noviembre de 2010


¿De naderías?


Miren, ahí viene. Es un conocido, un vecino, un amigo. Y se nos acerca. Pero, ¿por qué de repente agacha la cabeza y, sin mediar saludo, pasa de largo? No es un gesto de cortesía. Entonces, ¿su actitud a qué obedece? ¿Acaso descubre una zanja en el pavimento, tiene miedo a tropezar con un saliente, se cuestiona el buen gusto de las losetas o, ciertamente, llueve y hay charcos? Son posibles razones… A fin de cuentas nimiedades. Como que tal vez contempla su calzado sin lustrar de forma suficiente, o igual va siguiendo su propia sombra que pisotean los zapatos. Convenzámonos. Desvía la mirada pues un sol repentino lo deslumbra y no usa gafas ahumadas. Más aún, ha perdido el portafolios donde llevaba los poderes al notario. Sí, ¿por qué no?, algo serio y trascendente le sucede: Quizás sufre los devaneos de su pareja e inclina con frustración el cuello, o sin duda está abatido tras el funeral del que regresa; a lo peor, las malas artes de un negocio bloquearon sus cuentas en el banco. También, la administración comarcal le ha expropiado unas tierras. Bah, no inventemos. El hecho de cruzarse con la cabeza gacha es mera coincidencia: nuestro amigo se cansó de mirar al frente, a un lado; lo mismo ni nos ve. E incluso puede ser que el hombre quiera pasar desapercibido a ver si cuela. Hay que disculparlo. Sencillamente huye a coger el autobús, ¿se teme una posible verborrea?; o tiene cabreo y no está para nadie. ¡Ay! Admitámoslo. En realidad, no nos quiere saludar y opta por ocultar el rostro. A buen seguro, nos ha cogido manía: juzga de oídas, se cree cualquier cotilleo. Por fortuna, no encajamos en su molde: desaprueba tajante vestimenta, gustos e ideas. Pero, ¡acabáramos!, es una represalia. Se venga ofendido por algún equívoco, cierta insensatez, un compromiso a su pesar roto y ese agravio de antaño que aún nos tiene que perdonar.
-¡Adiós!
Ya inútil, camina a lo lejos. Allá él que se pierde nuestro trato. En fin, ven, ¡cuánto tiempo haciendo cábalas, y el encuentro sin saludo, total, ha durado unos segundos!


Marina Caballero

Ilustración: Golconda, 1953. René Magritte. Colección Menil en Houston, Texas.

martes, 19 de octubre de 2010


Retazos de un desamor













Con cada prenda puesta,
me iba despojando de la sensualidad
que animó mi carne…


Nos dábamos el frío de las paredes blancas.


Cuando las palabras no sacian
y los hechos parecen luminarias fundidas,
queda a mano la perversión en las pequeñas venganzas.


De duelo. Estaba de duelo.
Porque me quedé sin sus posturas.


Pudimos juntar las lágrimas...



Marina Caballero.
Ilustración: Idilio 1931. Tamara de Lempicka. Colección privada.

martes, 14 de septiembre de 2010











Sonó a cáscara ligera, y al poco volvió a sonar. Entonces a ella le pareció que algo muy pequeño caía golpeándose contra el alféizar; pero tan sólo miró de soslayo, sin dejar la ocupación, hasta que de nuevo ocurrió otra vez. Fue cuando, no sin cierta aversión, observó por los visillos: el bicho, dos centímetros de largo, una especie de artrópodo con muchas patas, dos antenas y sin alas, ascendía en línea recta por el cristal buscando la salida. Al toparse con el aluminio cayó de nuevo. Entonces se quedó quieto en aquella encerrona de doble ventanal, engañado por un cristal que le mostraba lo que a un tiempo le estaba negando: su libertad. Aún lo intentó varias veces sin éxito; luego ya quedó inmóvil, bajo el sol, sobre el alféizar.
Ahora ella se siente culpable por no haber querido ser (le repugnaba tocarlo) el pequeño dios que lo salvara.

Entre cristales, de Apuntes de un verano. Marina Caballero.

Ilustración: Diálogo de los insectos, 1924. Joan Miró. Colección particular.

jueves, 2 de septiembre de 2010



Arisco mar el que no se remansa en la playa…




Deborah Kerr y Burt Lancaster en De aquí a la eternidad, película dirigida por Fred Zinnemann en 1953.

domingo, 15 de agosto de 2010


El hombre del quiosco






No era un loco dando vueltas en torno a un árbol, aunque yo lo pensé; y no obstante, ¡qué si lo fuera! Como entonces, cuando las tardes sestean y las calles se vacían, el hombre de los periódicos deja su puesto abierto y, allí cerca, camina sobre el césped: tranquilo, parsimonioso, con la cabeza gacha, buscando; buscando piñones bajo un pino en la ciudad. Y entre rato y rato largo encuentra alguno, se lo mete en el bolsillo y sigue a la tarea, echándole paciencia, porque sobra el tiempo o hay que llenarlo; así mañana, pasado también, mientras afuera todo se para, él seguirá entretenido buscando por el mero placer de hacerlo, sin que le importe poco ni mucho encontrar o no; en tanto yo, perpleja por la insignificancia, persigo afanes apurando cada instante, en un voy y vengo que me abruma, al compás de un inflexible tictac.


De Apuntes de un verano. Marina Caballero.
Ilustración: El quiosco, París. Carlo Brancaccio.


Recolectores urbanos:
hoy me uno a vosotros. Dos, tres…, seis piñones crudos. ¡Qué sabrosos!

viernes, 30 de julio de 2010









Con su escepticismo rompía alas.
Y abajo estaba el abismo.



Me he decepcionado.
Esperaba encontrar brotes...
Y hallé tan sólo hojarasca.
Me has decepcionado.


Del poemario Desde la quietud, Marina Caballero.
Ilustración: Desnudo con alcatraces, 1944. Diego Rivera. Colección de Emilia Guzzy de Gálvez. Ciudad de México.

domingo, 11 de julio de 2010


Mi jardín silvestre





Detrás de la parroquia, en el límite con la cerca, las amapolas, las malvas y las margaritas crecen pasando por entre los alambres hasta invadir la acera. Son la sorpresa agradable, repetida, de mi paseo...
Ya no. Hoy me enfrento a su ausencia tan imprevista como tajante. Ahora, entre la iglesia y la cerca de alambres, sólo queda el terreno baldío, seco, pelado. ¡Qué desolación de acera sin flores!

De Apuntes de un verano, Marina Caballero
Ilustración: Campo con amapolas, 1890. Vincent Van Gogh.
Museo Gemeentemuseum de la Haya.

domingo, 27 de junio de 2010









Ella se mostró al desnudo, inocente y confiada, ante cientos de pares de ojos que la escudriñaban: pupilas gélidas, morbosas, circunspectas... Ella
vio que aquellos seres, alineados en sucesivas filas, la escrutaban tras enormes lupas, mientras unos con otros intercambiaban pareceres en un bisbiseo insistente; y a intervalos, todos ellos escribían notas en sus respectivos dosieres, subrayando frases determinantes o esenciales. Llegado el momento final, se fueron levantando uno a uno para emitir el inapelable veredicto.
Horrorizada, ella se desvaneció. El estupor corrió por la sala. Voces. Luces. ¿Qué le había pasado?, se preguntaban. Cuando varios de aquellos seres se acercaron para averiguar lo sucedido, se encontraron con la película aún caliente, velada por completo.


Marina Caballero

Fotografía de Man Ray, 1923.

lunes, 14 de junio de 2010

De otros días (selección)


Vuelven las hojas. Y los días.
A escribir sus temblores.

…. …. ….

Renace joven, húmedo, el paisaje.
Y entre su alboroto
se desliza el sensual secreto de unas lilas.

…. …. ….

En la solana.
Y en los bancos. Y en las terrazas...
También el pensamiento holgazanea al compás de un bastón.

…. …. ….

El verde de la siesta,
el verde de la fuente,
y las gotas verdes sobre mi piel.
Se mece la espera.

.… …. ….

Es la llamada de las lunas calientes.
De la luna rotunda.
Y cada cuerpo convida a su deseo en el azul.



Del libro Asida al instante. Marina Caballero.

Ilustración: La Danza. Henri Matisse, 1909. Museo del Hermitage, San Petersburgo.

sábado, 22 de mayo de 2010







Aquel comediante se detuvo en la plaza. Bajo el paraguas con la maleta. Ya no había teatro.
Y se quedó allí quieto, cabizbajo, quizás sin saber hacia dónde tirar.

“En 1744 Antonio Palomino ofrece al Ayuntamiento pagarle 15.000 reales anuales, durante veinte años, a condición de «hacer la casa Teatro de la Comedia en el sitio que llaman las carnicerías». El viejo edificio que se acondiciona era propiedad del Hospicio de los niños expósitos que tenía el usufructo de las comedias desde el siglo XVI. Pero estaba ruinoso y por ello era necesaria su restauración. En 1787, el Diario Pinciano proclama con alborozo que «Valladolid tiene un Teatro de Comedias muy capaz y hermoso». En este teatro Napoleón asistirá a una representación cuando pasó revista a sus tropas en el Campo de Marte.” (Emilio Salcedo, Teatros y espectáculos, del libro Valladolid, imágenes de ayer. Grupo Pinciano, 1985).

El Comediante del escultor Eduardo Cuadrado, situado en la antigua plaza de la Comedia, sigue intemporal lamentando, sin duda, la pérdida de teatros en nuestra ciudad de Valladolid. Pero también convencido de que, en último caso, el escenario está en una esquina, en un pasaje, allá donde el comediante actúe y acuda, al menos, un espectador.
Acerquémonos, pues. Es su mudo semblante quien habla, está representando su propia obra. Y yo me detengo, aunque sea irrelevante desvelar que nací en una casa de interior, casi lindante con el ya olvidado Teatro de la Comedia.

Marina Caballero

miércoles, 12 de mayo de 2010





Esta vez, igual que otras, he disfrutado de su presencia y de nuestros diálogos alargándose como sombras en el atardecer. Luego la charla se prolonga en un bar. Infusiones endulzadas con miel, humo denso y sillas que se estorban. El insidioso olor de los cigarrillos altera los tímidos perfumes de nuestras ropas, mientras conversaciones ajenas entorpecen la propia.
Mi amiga habla de un encuentro y de un desencuentro, del retorno a la soledad y del caos en el alma:

Por las oquedades que dejaron tantas mentiras en mi ánimo,
transita el aire frío del desencanto…

Ella quiere dormir para tener sueños dulces.
Hace frío también fuera. Miro esos huecos oscuros de los coches aparcados en la calle y siento latente el vacío nocturno de muchos individuos, enfilados como objetos por una existencia alienante.

Ilustración: Chop Suey, Edward Hopper. Collection Barney A. Ebsworth.
Del cuadernillo 7 RECOVECOS. Marina Caballero.

sábado, 17 de abril de 2010



La espera más larga


El choque fue mortal. Pero Galo no marchó hacia la hermosa luz de los espíritus en calma. Antes bien, retrocedió en la negrura hasta el bar vegetariano de sus citas. Antonia esperaba fuera haciendo un pulso a la impaciencia. Bebía despacio, y a cada trago, miraba el cerco que la zanahoria con miel dejaba en el cristal. Sin embargo, una vez que apuró su vaso, los labios adelgazaron apretados por la contrariedad. Pero aún siguió allí entretenida con la simpatía del dueño. Sólo cuando la sombra del plátano cayó sobre aquella terraza, ya se puso en pie. Casi siempre era así: Antonia enfriaba la mirada, severo el semblante, callando hasta oír la explicación cabal o inusitada.
Tiempo atrás, Galo había descubierto que era un gafe para las citas. Lo admitió con mosqueo ante el cúmulo de reiteraciones. Aquellos impedimentos para llegar a la hora, a cual más dispares, le salían al paso riéndose del reloj, como engendros con ganas de incordiar. Todavía no lo pensó, cuando quedó encerrado en los servicios de una sucursal. La endiablada muletilla giraba, giraba..., pero persistía en no abrir. Entonces aporreó la puerta fastidiándose los nudillos. Ni así. La Marcha Radetzky, que se explayaba por toda la planta, acalló los golpes y nadie acudió. Hasta que, un rato largo después, alguien, acuciado por un diurético, giró el pomo desde fuera.
Sin embargo, algo sospechó cierto viernes de lagrimeo, con la esquela del vecino aún en el portal. Galo tocaba impaciente el claxon, viendo como los dígitos del tiempo desfilaban impertérritos en su contra. Pero la furgoneta no se quitaba de delante, bien abierta a las pertenencias del difunto. Cargando a todo meter, aquellos familiares sin ojeras discutían el reparto. Ante el bocinazo rabioso del joven, todos mostraron sus dientes en una sonrisita de forzado desagravio y unos apremiaron a otros para izar un frigorífico entreabierto que goteaba leche. Único desperdicio éste, pues la furgoneta partió a ritmo de salsa, bien henchida por la codicia; en tanto Galo, que no estaba para músicas, salía disparado hacia la sesión de las ocho.
Aun así, La familia empezó sin él, con la cazadora de Antonia guardándole el asiento; y la prenda, que un chaparrón llenara de lunares, siguió allí, mientras Galo daba vueltas a la manzana del cine, luego a las otras adyacentes, buscando en vano aparcamiento. Caían chuzos cuando, más que harto, pisoteó el acelerador hacia el parking menos lejano. Bien daba por hecho que regresaría calado, despotricando contra aquella barriada sin soportales. Todavía con lluvia en la cara, ocupó su butaca: justo entonces Vittorio Gassman se hacía la foto conmemorativa junto a su numerosa familia de ficción. Y era la secuencia final.
Galo creyó de veras que estaba gafado un mediodía festivo, cuando salió a buscar flores y acabó en comisaría, retenido como sospechoso de una acción delictiva. Ciertamente, había estado merodeando por el polígono sin documentación en los tejanos, al acecho de una instantánea sugerente. También -para qué negarlo- había maquinado posibles encuadres desde la sombra, vigilando que nadie pasara. Por último -eran varios los testigos- había disparado certero dos veces: a unas margaritas primero, y luego a cierta alambrada tras la que crecía césped, carretera adelante. Aun así, con el carrete en litigio, los semblantes se tranquilizaron dentro del despacho que rebosaba sol; y aquella adustez inicial, cuando lo sentaron en el pasillo de los sospechosos, quedó reducida a mera recriminación, si cabe paternal, mientras le abrían la puerta de los hombres libres. Ya no era un espía fotografiando supuestamente instalaciones públicas. Era el joven artista a la captura de lo inapreciable, enfocando el perfil plateado de los alambres sobre un verde difuso. Galo pisaba, pues, la calle, demasiado tarde eso sí para almorzar un osso bucco con Antonia, a quien se le acabó la paciencia (también su helado de frambuesa) andando y desandando por la plazoleta sin árboles.
Menos mal que la muchacha respondía de volea a cada revés; y buena raqueta era su empatía por el prójimo: cada remate, sin pretenderlo, le granjeaba amistades y nuevos tratos, pues las tardanzas de Galo daban cancha para encuentros gratificantes. Esta vez con el sesentón trajeado que paseaba a su cocker entre los parterres. Antonia escuchó preocupada al orondo señor, que lamentaba la dejadez de su esposa a merced de los achaques, y compartió con él un aperitivo tardío en el bar de las croquetas. Similar a esa tarde de cine pasada por agua, cuando coincidió en la misma sala con su amigo jorobado, un enano de gran saber que no se suicidaba porque aún tenía madre. Por supuesto, la muchacha ocupó el asiento contiguo, dando la espalda a ojos meticones. Actitud que la había llevado también junto a la yonqui del pasaje, aquella vagabunda que daba poemas a cambio de alguna moneda. E incluso Antonia le proporcionó una ducha y buena comida.
Galo nunca temió que su novia le abandonara, pero siempre tuvo celos de tanta dedicación a otros seres. Había sido así desde que se conocieron en la zumería: el joven quiso jugar al parchís con un amigo y Antonia les ofreció unirse a su partida con el único tablero disponible. Entonces ambos descubrieron que sus pupilas reían juntas, mientras el dado brincaba o las fichas se perseguían. Congenió, pues, el buen tino con la fantasía, entre sorbo y sorbo de infusión. Fue un crepúsculo tan dulce que la constancia y el dinamismo marcharon de la mano.
Aunque Antonia hubiera preferido, luego, cierta mesura en los impulsos de Galo: aquel primer beso en la boca, de sopetón dentro de una cabina telefónica; a su pesar, la brusquedad del deseo dejó mucha ternura esperando tras la puerta. Después, en pleno parque, Galo la llevó hasta su sexo. Bajo la ropa de abrigo, mientras llovían hojas secas, la mano de Antonia se cerró tímida en torno al miembro, tan duro como suave, y lo frotó apremiada por su dueño. Pero ya no cedió más, en aquella noche de luna que sugería placeres, cuando el joven quiso colarse en su cuarto pidiendo desnudez y prometiendo respeto. Antonia quería ser flor entera hasta la noche de bodas, para que Galo entonces se emborrachara con su néctar.
Había sido así desde un principio. Por desgracia, tan mimada ilusión yacía ahora sobre la tumba junto a una rosa. Antonia se replegó con el ánimo enlutado. Ya no podía dar estímulos, pero sí recibirlos de la gente. Día a día se fue llenando de palabras y de hechos con sonrisa; hasta que, por fin, retomó sus habilidades para la vida: en la ONG tejiendo vendas para leprosos, junto al vecino naturista buscando plantas medicinales, como animadora en el centro cívico... Eran quehaceres placenteros, casi felices, y la resignación se hizo un pequeño sitio que la fe ensanchó pronta. Pero todavía las calles hablaban tan nostálgicas de Galo que Antonia deseó cambiar de paisaje. Sin buscarlo aún, lo encontró al paso en las flores de aquel ceramista, en sus ojos alegres, benignos como el valle donde vivía trabajando barro con manos cálidas. Ganada por su camaradería, la joven quiso aprender de él, con tal destreza que pronto los pájaros de canto dulce bajaron hasta las vasijas, y ambos compartieron el taller, mientras las estaciones se sucedían plácidas entre olores y campanadas.
Galo se había quedado en el antiguo monasterio frente a la zumería, dentro del silencio que desbarataba alguna que otra velada artística. Sin embargo Antonia tardó en regresar a la terraza de los plátanos. Lo hizo ya con hijos crecidos, que dibujaban duendes en la cuenta del camarero. Fue durante su escapada estival a la casa de padres y hermanos. Anclada en un remanso sin oleaje, ella vibró aquella noche en el hermoso claustro, cuando las partituras se soltaron de los atriles para elevarse al cielo abierto ante el regocijo de los asistentes y la inquina sonriente de los músicos, a quienes un viento insolente y travieso había tenido en vilo durante todo el concierto. De súbito, Antonia reconoció a Galo en aquellas burbujas que le cosquilleaban el ánimo, porque había sido así desde que ambos se encandilaron. El joven, con su varita de lo insólito pero posible, había convertido realidades prosaicas en pequeñas maravillas: el cerezo que la muchacha añoraba florido se llenó de ramilletes frescos en Navidad, la empanada para el picnic tomó forma de gran corazón de hojaldre y la acera que Antonia pisaba a diario le devolvió, cual espejo, su rostro coloreado con tizas. Galo era un cielo con fuegos artificiales, o el caballero galante que la llevaba en volandas por el castillo, o el amiguete divertido que bailoteaba ante ella asido a una escoba en el laboratorio... Todo se le hacía poco con tal de festejar a la muchacha de los ojos serenos y éstos se llenaban de chiribitas. Hasta que la fatalidad se cruzó en la autovía y muchos negativos quedaron sin positivar.
Ahora, sin embargo, la muchacha sacudía su melancolía (que no siempre pudo mantener a raya), porque la última cita con Galo seguía en pie. Otra vez a la misma hora. A mano de los suyos dejó una carpeta cerrada con lazos, para que cartas y fotos les consolaran de su marcha. Luego, resuelta, llegó a la zumería, frente al antiguo monasterio, cuando ya los plátanos sombreaban la terraza. Apenas varios sorbos de zanahoria con miel. El airecillo mecía tierno su corazón, lento, muy lento... Y los latidos se fueron distanciando cada vez más perezosos, más somnolientos...; hasta que se quedaron dormidos.
A partir de ahí, el revuelo se apoderó del bar: un camarero vertió lágrimas sobre su bandeja, la médica en paro buscó sudorosa el pulso, mientras los cuchicheos hacían corro, a la par que una ambulancia ululante tomaba la calle espantando vehículos. Todo ello pasado de fecha al otro lado de la materia, pues Galo y Antonia marchaban ya juntos hacia la hermosa luz de los espíritus gozosos. Con una premura que posponía embelesos, porque el joven, como siempre, llegaba con retraso.

Marina Caballero
Ilustraciones:
Retrato de Lunia Czechovska. Óleo sobre lienzo, 1919. Amedeo Modigliani.
Fotograma de La familia, 1987. Dirigida por Ettore Scola.


lunes, 5 de abril de 2010


Aquellos primeros HÁLITOS


¿Dónde estás?
¿Siquiera existes?
Mi carne está adormilada,
postrada en la insulsez,
al olvido de antiguos goces.

….. … ….

El vendaval me arremete,
me fustiga,
me sacude,
me pasma de frío;
mas cuando la ráfaga cede
y el envite se atenúa,
la brisa es mi única caricia.

…. … ….


Si desnudo mi alma
mostrando sin recato
fobias, locuras,
miserias, desencantos,
vicios, flaquezas,
ofuscaciones, iras,
veleidades, incongruencias,
lamentos, congojas,
¿me aceptarás del todo?
¿O tendré que cubrirme muy aprisa
para que no me dejes sola?

Del poemario Hálitos. Marina Caballero
Ilustración: Durmiente, 1935. Óleo sobre lienzo. Tamara de Lempicka. Colección privada.

lunes, 29 de marzo de 2010


Siempre conmovida desde la infancia:
Sones quedos de tambores en la noche cerrada o de amanecida mientras duermen las conciencias.
Procesiones austeras de soledades y cruces desnudas que transitan la ciudad callada.
Y ese caminar con pausa, reflexivo, de penitentes confortados por su fe.

Hoy me conmueve más aún la fragilidad de los seres perdidos en las urbes, que portan cruces a diario, sufren de deslealtad y de abandono.

¿Agnósticos o creyentes, escuchamos los tambores?

Marina Caballero
Fotos: Andrés P. Llorente

jueves, 18 de marzo de 2010


Sí, tienes una cita con... EL CINE


Te quedas parado un instante en la acera, a la entrada del cine. Luego sigues tu camino unos pasos; pero, aunque indeciso, enseguida retornas, y echas una ojeada sin demasiado convencimiento a la cartelera. Como diciendo “qué más da” te acercas a la taquilla. Te sorprende el tamaño de la entrada: lo comparas con un viejo tique de autobús. Ahora buscas “tu” sala con despiste: la “2”, la “3”... Contrastando con el pasado te parece un tanto reducida la pantalla, y el asiento de al lado se alza, bien que no quieras, con tu gabardina y la inflada cartera. No es un día grato, pero tampoco el de ayer ni el de anteayer; las cosas siguen mal en la oficina, te desgañitas al teléfono y sobre la mesa blanquea el expediente de regulación; en casa no te espera nadie aunque haya gente dentro: los conflictos de familia; y en el café de más abajo te sientes solo rodeado de conocidos. Frustración, desánimo…, sí; tanto, que este mediodía te apresuraste a plegar los periódicos. Con apatía te arrellanas en la butaca; sientes frío, por el aire acondicionado o porque lo tienes dentro, y entonces, de improviso, comienza la película:
A Totó (de mayor, Jacques Perrin) le gustaba de tal manera el cine que no vaciló en gastarse el dinero de los recados en una entrada para la sesión del Cine Paraíso; con tan buena fortuna que, pese a la regañina de su madre, se ganó la complicidad de Alfredo (Philippe Noiret), el entrañable operador, y desde la cabina de proyección el pequeño no se perdía ninguna película. Pasados los años, cuando regresó a Giancaldo, su pueblo natal, recibió un regalo póstumo de Alfredo, y, viéndolo, gozó como el niño que había sido y como el adulto que era: en la pantalla se sucedían los “cortes” de la censura de antaño, aquellos besos apasionados de tantas películas en blanco y negro...
Cinema Paradiso. Notas una sensación tibia, ¿cuánto hacía que no te emocionabas? Te incorporas despacio, pensativo. La sala se ha quedado vacía, pero no te importa. Miras la inflada cartera: tal vez deberías replantearte la prioridad de tus citas en la agenda. Resuelto, te pones la gabardina y te marchas.
Ha pasado una semana o menos, pero acudes puntual. Mary (Diane Keaton) e Ike (Woody Allen) están sentados en un banco mirando al río, junto al puente de Queensborough, en la calle 59. Está amaneciendo. Tú te unes a ellos. Ike suspira: “Ésta es realmente una gran ciudad. No me importa lo que digan los demás. Es tan... La verdad es que es algo definitivo, ¿no te parece? Es...” Sí, a ti también te lo parece, por la magia de Manhattan y de su director. Pero mayor es tu fascinación, en todo caso bien distinta, cuando llegas a Twin Oaks, en la carretera a San Diego, y escuchas el ruido de la barra de labios al caer, al rodar sobre el pavimento, porque Cora (Lana Turner) aparece, primero sus piernas, luego toda ella: altiva, bella, sensual. Pero Frank (John Garfield), tan cautivado como tú, se te adelanta y recoge la barra de carmín. No obstante queda quieto, esperando, esperando a que ella, lenta, muy lenta, se le acerque con un ligero cimbreo. El juego de la seducción, apasionante en El cartero siempre llama dos veces; mas, ¿qué fue del tuyo? Sin embargo tú prefieres que sobre la añoranza prevalezca la posibilidad... Un calorcillo te recorre todo entero, estás animado, hasta tal punto que bailarías y cantarías en plena calle aunque sea una noche de lluvia copiosa en California. De hecho, a Don (Gene Kelly) no le importa el intenso aguacero, y tras despedirse amorosamente de Kathy (Debbie Reynolds), prescinde del taxi, cierra el paraguas y camina feliz mojándose. Don expresa su dicha sin cohibirse: canta subido a una farola, baila claqué en los charcos, salta, chapotea, se ducha bajo un canalón, da patadas al agua..., mientras suena Singin’ In The Rain. Una delicia que se prolonga hasta la llegada del guardia con gesto adusto, mas la inocente explicación de Don mantiene el encanto. Libertad propia en armonía con el parecer de los demás, ¡qué difícil!, también para ti que te has movido siempre dentro de unos parámetros prefijados; sin embargo haces el esfuerzo (que no es tanto, luego te das cuenta) acercándote a la terraza del “Coppelia”, allá en La Habana. Los dos están sentados frente a frente (es Fresa y chocolate): Diego (Jorge Perugorría), obsequiante, queriendo camelarse a David (Vladimir Cruz); éste, receloso, incluso enojado. Ya no te vas a separar de ellos, y al final celebras ese abrazo largo, cálido, que rebosa afecto, que concilia posturas contrarias o sentimientos diferentes; ¡hermoso!
Te quedan muchas citas... Para evadirte, para fantasear, para madurar, ¿también para enamorarte? Como compagines la rutina con el celuloide es cuestión tuya. Sí, citas innumerables, y hoy ya tienes ilusión en la próxima.


Marina Caballero

miércoles, 10 de marzo de 2010

De otros días
(selección)


Simplemente,
la frescura de una hoja
es el consuelo de un día lluvioso.

… … …

Tantas imágenes que me dieron la fe,
me convencieron.
Ahora le pregunto a las paredes desnudas.

… … …

Patio sin luces.
Colada al degüello.
Ese pañuelo ingenuo entre la inmundicia.

… … …

Me dejaré las uñas.
Pero rascando en la acritud
acaso libere una ilusión moribunda.

… … …

La noche le puso vino a las hojas. También a mi sangre.
¿Y allá?
¿Se encenderá la luna en su cama?

… … …

Callan las palabras.
Hablan las pieles.



Marina Caballero
Textos incluidos en el libro Asida al instante.

miércoles, 3 de marzo de 2010

Tengo una casa en el horizonte...
Manteles bordados,
jarra de agua y lirios.


Por estos mismos caminos
pasearon mis angustias y conflictos,
cuando la lluvia sonrojó las losetas
y el viento desgajó los ocres,
los verdes oscuros.
Vuelvo al paisaje cierto.
Y no por cierto menos inventado,
dichoso
e inagotable,
donde siempre templa el sol.
Y a la casa soñada iré
con pocas cosas,
sin pesares.
Me ofrecerás la taza caliente con tu abrazo
y bailaremos una danza dulce,
una danza intensa,
mientras humea la chimenea hacia el poniente.


Del poemario
Desde la quietud
Marina Caballero
Foto: Lier, Bélgica. Andrés P. Llorente


martes, 23 de febrero de 2010

Mujer que habitas la celda del burka

Eres flor en clausura. Distantes los trinos al sol y el aroma que el viento dispersa en la dicha de los campos.

Siento pesar e impotencia.

Me duele, sobre todo, que se les niegue a los niños la sonrisa amorosa de sus madres en plena calle.


Foto: Steve Evans

miércoles, 10 de febrero de 2010


En el puente

Ya ves, con cada nuevo encuentro nos alejamos más de aquel pasado que tuvo mucha hiel y poca miel. Son encuentros en mi puente de siempre: yo voy, tú vienes. Sólo que antes éramos únicamente los dos allí parados hablando en tono festivo de nuestros respectivos presentes, sin alusiones nostálgicas por supuesto (¿nos acordábamos de algo?). Ahora somos más: mi pareja, tu mujer y el bebé recién nacido; y charlamos también porque siempre nos hemos saludado con simpatía. Parecemos viejos conocidos más que antiguos amantes (suena sórdido, ¿no?). Tal vez, a fuerza de la costumbre, no nos planteamos lo que fuimos; aunque en ocasiones, mientras nuestras bocas sonríen, tus ojos se ponen tristes. Es un ramalazo, como la angustia en mi estómago ya pocas veces. ¡Queda tan lejos aquel encuentro en que aún me hablabas de tomar una copa juntos!
Ahora, entre risas, yo formulo el deseo de ver a tu hijo correteando por ahí. Así de sencillo (¿lo es?).

Marina Caballero
De Apuntes de un verano.

sábado, 30 de enero de 2010

El poeta entre la tierra y los sueños

Evoquemos por unos instantes la Arcadia. Aquella región montañosa y con bosques del antiguo Peloponeso que los poetas griegos, latinos y también renacentistas ensalzaron e idealizaron.
Ya desde Virgilio, en sus ficciones, ellos describían la Arcadia como un lugar bello donde habitaba la inocencia, inocencia sin artificios, y la felicidad.
Sin embargo, los parajes habituales del poeta, esos parajes interiores que habitan sus sentamientos, no son tan apacibles. Ni siquiera entonces lo fueron. Y así lo sentí en mi viaje reciente al encuentro de los poetas antiguos. Hallé a Anacreonte no tan embebido como otras veces en sus canciones ligeras de amor y vino. Por el contrario, él se dolía de su propia vejez. Aquella muchacha de sandalias de colores…

…Pero ella, que es de la bien trazada Lesbos,
mi cabellera, por ser blanca, desprecia,
y mira, embobada, hacia alguna otra.

También visité a Safo cuando ella componía un canto de bodas por encargo, mas su tono festivo se trocó en lamento al recordar la partida de una amiga y su lecho vacío.

… Y media la noche,
la hora pasa,
y voy a acostarme sola.

Finalmente acudí a Roma para escuchar a Catulo, considerado por muchos como el mejor poeta lírico latino. Él me recibió arremetiendo sin pelos en la lengua contra su amada infiel.

¡Malvada, ay de ti! ¡Qué vida te espera!
¿Quién se te acercará ahora? ¿Quién te verá hermosa?...

Aunque, tras el desahogo, se entregó al deleite que le inspiraba un bello lugar.

Y así, tantos otros, desde entonces hasta nuestros días. Dudas, contradicciones e incluso sus autocríticas. El poeta ante el espejo y dentro de su laberinto. El poeta entre el fuego y el frío. Unas veces asiéndose a las cosas, a los objetos, o a la misma naturaleza y sus seres vivos, buscando reconocerse en ellos o utilizándolos para explicarse. Y otras veces simplemente ocupando con sus propias preguntas el entorno vacío. Y todo ese arrebato, esa lucha interior impregnando trazos sobre un papel, palabras que intentan ser arte.
La emoción del arte.


Marina Caballero
Fragmento presentación Jornadas Literarias (2004). Casa Revilla, Valladolid.
Ilustraciones:
Safo de Lesbos en un mural de Pompeya (Fratelli Alinari) y
Anacreonte de Téos, obra romana en mármol, Museo del Louvre, Paris.


jueves, 14 de enero de 2010

A veces,
palabras tan loadas como entereza,
resignación,
serenidad,
ponen mordaza
a la rebeldía de quienes sufren lo injusto.


Del poemario Hálitos

Marina Caballero

sábado, 9 de enero de 2010

LA FATALIDAD
SE DIBUJÓ
EN UN PLATO DE LOZA


Ella se fue con otro hombre y le dejó un beso en la boca de disculpa. Marchó ávida a la aventura del nuevo varón y le dejó un plato como recuerdo. Aquel plato con su rostro de musa embaucadora grabado en el fondo.
Él se desentendió antes del objeto que del beso y buscó con empeño otras bocas para olvidar el antiguo sabor.
Pronto en sus salidas de desquite encontró a la muchacha posesiva que le planchó los pantalones en ausencia de su madre. ¡Ahí te quedas!, dijo él entonces al bello rostro de loza que tantas madrugadas había encandilado su libido; y con desdén, como cosa finita, arrinconó el plato en las tinieblas del aparador.
De nuevo florecieron las lilas en el patio de atrás, y a medida que luego iban cayendo sobre las losetas grises, él se apoyaba más en la relación estable que la muchacha hacía acogedora. Juntos remozaron la casa para anidar pronto: pulían, barnizaban..., o pedaleaban en las tardes de asueto por la ribera, o reunían a parejas de amigos durante largas sobremesas de monopoly. Y aunque a él por varias veces se le escapó otro nombre de mujer, la muchacha consoló su nerviosismo mordiéndose las uñas. Así, un sábado de tórrido agosto, ambos intercambiaron sendas alianzas conmovidos por la coral de alquiler. Y la llamada de la carne endulzada con ternura los hizo buenos compañeros de lecho, que reían lo chocante de cada jornada bajo el edredón de plumas. Estaban a sus cosas con las emociones en orden: él asesorando contribuyentes y la muchacha envasando conservas. En aquella placidez, las hojas del álamo joven se iban posando una tras otra sobre el seto. Entonces llegó un telegrama y la muchacha fiel cruzó a la ciudad de al lado. Fueron besos con lágrimas a pesar de que la ausencia se preveía corta.
Él no quiso aburrirse demasiado: entre martillo y taladro fumó de nuevo, luego reposó enfrascado en un manual de historia, y al olor de canelones parmesanos buscó un plato. Para nada se acordaba, pero un rayo dorado despertó del letargo los sugerentes ojos de loza y ella volvió a seducirlo, como en aquel otro invierno cuando la nieve dibujó flores en los arbustos.
La obsesión de lujo bajó las persianas. No obstante pronto el embeleso se trocó en odio ante aquel rostro sin cuerpo que nada le daba. Entonces quiso afearla con el uso y comió encima. Pero la salsa deformaba su sonrisa de loza en burla. Encolerizado, la tapó con el guiso. Rechinó el tenedor que pinchaba la carne. ¡Muérete!, musitó convulso, y con la violencia del corte, el cuchillo le saltó a la garganta.
Cuando la muchacha eficaz regresó de sus gestiones, se lo encontró a él desangrado junto a los pedazos de un plato roto. De un plato blanco y liso entre restos de comida. La tierra no cubrió el espanto. A buen seguro el dolor mordería su juventud durante varios calendarios. Aún así, la muchacha ultimó quehaceres, y antes de partir al sosiego de sus padres, arrojó los trozos de loza a un contenedor mientras el viento barría la última hojarasca de la esquina.


Marina Caballero
Ilustración: Pumbélere de Agustín Espina.
60 x 44 cm. Arte Nuevo Digital. (Pintado a mano alzada).

jueves, 7 de enero de 2010


En el libro abierto,
alivio o delicia de dos seres...


Tan sólo reflejos que esmalta la lluvia en las aceras…
En esta noche de desconcierto,
cercano está el poeta que ya no existe
en su realidad de carne y de hábitos.
Él se acuesta a mi lado y me susurra
la belleza que se encontró en su tiempo:
La charla queda de las miradas,
recorrido de los grandes jardines siempre lozanos;
el paso lento de labio a labio,
romería con perfumes que se entrelazan;
la emoción sin lágrima en dos pieles juntas,
retorno de aves a tierras de sol...
Y así mi espera se vuelve crédula.
Transijo con la antipatía de los momentos.

Del poemario Desde la quietud

Marina Caballero

domingo, 3 de enero de 2010

Por la calle

Calor, sudores.
La joven se aleja del quiosco de helados, mientras se lleva a la boca un polo de naranja. Camina resuelta con la manga corta de su camisa vacía. Es manca.

Calor, asfixia, sopor.
El viento agita e hincha los plásticos azulones del edificio en obras, y la polvareda se adueña de la calle. En la acera él y ella, perezosos, siguen camelándose.

Calor, pesadez, apatía.
Junto a las cajas de fruta, sentada en el bordillo, una niña dibuja mares con olas.

Calor, agobio, hedor.
El hombre de amarillo se me queda mirando con exquisitez. Luego empuja de nuevo el contenedor, entretanto yo, con un ramo de flores frescas, sonrío desde la parada del autobús.

De Apuntes de un verano

Marina Caballero

viernes, 1 de enero de 2010

Lo onírico en aquel prólogo publicado por la revista P.O.E.M.A.S. de Rafael Marín


He quedado con ella bajo los soportales en la Plaza, entre el barullo de los comercios aún abiertos, cuando la tarde ya se hizo noche y los faroles rasgan las sombras. Mi amiga la poeta se acerca, de gris o de azul, sin detalles que resalten en la camisa, ¿o es la chaqueta? Mas según bajo la mirada, reparo en sus medias hasta la cintura que cubren y transparentan su carne a la luz brillante de la tienda de regalos, sin vello en el pubis, piel de seda... Cuando se da la vuelta mostrando sus glúteos, mis ojos chocan con el pesado, voluminoso diccionario de la Real Academia que cuelga de su espalda.

Marina Caballero