sábado, 9 de enero de 2010

LA FATALIDAD
SE DIBUJÓ
EN UN PLATO DE LOZA


Ella se fue con otro hombre y le dejó un beso en la boca de disculpa. Marchó ávida a la aventura del nuevo varón y le dejó un plato como recuerdo. Aquel plato con su rostro de musa embaucadora grabado en el fondo.
Él se desentendió antes del objeto que del beso y buscó con empeño otras bocas para olvidar el antiguo sabor.
Pronto en sus salidas de desquite encontró a la muchacha posesiva que le planchó los pantalones en ausencia de su madre. ¡Ahí te quedas!, dijo él entonces al bello rostro de loza que tantas madrugadas había encandilado su libido; y con desdén, como cosa finita, arrinconó el plato en las tinieblas del aparador.
De nuevo florecieron las lilas en el patio de atrás, y a medida que luego iban cayendo sobre las losetas grises, él se apoyaba más en la relación estable que la muchacha hacía acogedora. Juntos remozaron la casa para anidar pronto: pulían, barnizaban..., o pedaleaban en las tardes de asueto por la ribera, o reunían a parejas de amigos durante largas sobremesas de monopoly. Y aunque a él por varias veces se le escapó otro nombre de mujer, la muchacha consoló su nerviosismo mordiéndose las uñas. Así, un sábado de tórrido agosto, ambos intercambiaron sendas alianzas conmovidos por la coral de alquiler. Y la llamada de la carne endulzada con ternura los hizo buenos compañeros de lecho, que reían lo chocante de cada jornada bajo el edredón de plumas. Estaban a sus cosas con las emociones en orden: él asesorando contribuyentes y la muchacha envasando conservas. En aquella placidez, las hojas del álamo joven se iban posando una tras otra sobre el seto. Entonces llegó un telegrama y la muchacha fiel cruzó a la ciudad de al lado. Fueron besos con lágrimas a pesar de que la ausencia se preveía corta.
Él no quiso aburrirse demasiado: entre martillo y taladro fumó de nuevo, luego reposó enfrascado en un manual de historia, y al olor de canelones parmesanos buscó un plato. Para nada se acordaba, pero un rayo dorado despertó del letargo los sugerentes ojos de loza y ella volvió a seducirlo, como en aquel otro invierno cuando la nieve dibujó flores en los arbustos.
La obsesión de lujo bajó las persianas. No obstante pronto el embeleso se trocó en odio ante aquel rostro sin cuerpo que nada le daba. Entonces quiso afearla con el uso y comió encima. Pero la salsa deformaba su sonrisa de loza en burla. Encolerizado, la tapó con el guiso. Rechinó el tenedor que pinchaba la carne. ¡Muérete!, musitó convulso, y con la violencia del corte, el cuchillo le saltó a la garganta.
Cuando la muchacha eficaz regresó de sus gestiones, se lo encontró a él desangrado junto a los pedazos de un plato roto. De un plato blanco y liso entre restos de comida. La tierra no cubrió el espanto. A buen seguro el dolor mordería su juventud durante varios calendarios. Aún así, la muchacha ultimó quehaceres, y antes de partir al sosiego de sus padres, arrojó los trozos de loza a un contenedor mientras el viento barría la última hojarasca de la esquina.


Marina Caballero
Ilustración: Pumbélere de Agustín Espina.
60 x 44 cm. Arte Nuevo Digital. (Pintado a mano alzada).

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