jueves, 18 de marzo de 2010


Sí, tienes una cita con... EL CINE


Te quedas parado un instante en la acera, a la entrada del cine. Luego sigues tu camino unos pasos; pero, aunque indeciso, enseguida retornas, y echas una ojeada sin demasiado convencimiento a la cartelera. Como diciendo “qué más da” te acercas a la taquilla. Te sorprende el tamaño de la entrada: lo comparas con un viejo tique de autobús. Ahora buscas “tu” sala con despiste: la “2”, la “3”... Contrastando con el pasado te parece un tanto reducida la pantalla, y el asiento de al lado se alza, bien que no quieras, con tu gabardina y la inflada cartera. No es un día grato, pero tampoco el de ayer ni el de anteayer; las cosas siguen mal en la oficina, te desgañitas al teléfono y sobre la mesa blanquea el expediente de regulación; en casa no te espera nadie aunque haya gente dentro: los conflictos de familia; y en el café de más abajo te sientes solo rodeado de conocidos. Frustración, desánimo…, sí; tanto, que este mediodía te apresuraste a plegar los periódicos. Con apatía te arrellanas en la butaca; sientes frío, por el aire acondicionado o porque lo tienes dentro, y entonces, de improviso, comienza la película:
A Totó (de mayor, Jacques Perrin) le gustaba de tal manera el cine que no vaciló en gastarse el dinero de los recados en una entrada para la sesión del Cine Paraíso; con tan buena fortuna que, pese a la regañina de su madre, se ganó la complicidad de Alfredo (Philippe Noiret), el entrañable operador, y desde la cabina de proyección el pequeño no se perdía ninguna película. Pasados los años, cuando regresó a Giancaldo, su pueblo natal, recibió un regalo póstumo de Alfredo, y, viéndolo, gozó como el niño que había sido y como el adulto que era: en la pantalla se sucedían los “cortes” de la censura de antaño, aquellos besos apasionados de tantas películas en blanco y negro...
Cinema Paradiso. Notas una sensación tibia, ¿cuánto hacía que no te emocionabas? Te incorporas despacio, pensativo. La sala se ha quedado vacía, pero no te importa. Miras la inflada cartera: tal vez deberías replantearte la prioridad de tus citas en la agenda. Resuelto, te pones la gabardina y te marchas.
Ha pasado una semana o menos, pero acudes puntual. Mary (Diane Keaton) e Ike (Woody Allen) están sentados en un banco mirando al río, junto al puente de Queensborough, en la calle 59. Está amaneciendo. Tú te unes a ellos. Ike suspira: “Ésta es realmente una gran ciudad. No me importa lo que digan los demás. Es tan... La verdad es que es algo definitivo, ¿no te parece? Es...” Sí, a ti también te lo parece, por la magia de Manhattan y de su director. Pero mayor es tu fascinación, en todo caso bien distinta, cuando llegas a Twin Oaks, en la carretera a San Diego, y escuchas el ruido de la barra de labios al caer, al rodar sobre el pavimento, porque Cora (Lana Turner) aparece, primero sus piernas, luego toda ella: altiva, bella, sensual. Pero Frank (John Garfield), tan cautivado como tú, se te adelanta y recoge la barra de carmín. No obstante queda quieto, esperando, esperando a que ella, lenta, muy lenta, se le acerque con un ligero cimbreo. El juego de la seducción, apasionante en El cartero siempre llama dos veces; mas, ¿qué fue del tuyo? Sin embargo tú prefieres que sobre la añoranza prevalezca la posibilidad... Un calorcillo te recorre todo entero, estás animado, hasta tal punto que bailarías y cantarías en plena calle aunque sea una noche de lluvia copiosa en California. De hecho, a Don (Gene Kelly) no le importa el intenso aguacero, y tras despedirse amorosamente de Kathy (Debbie Reynolds), prescinde del taxi, cierra el paraguas y camina feliz mojándose. Don expresa su dicha sin cohibirse: canta subido a una farola, baila claqué en los charcos, salta, chapotea, se ducha bajo un canalón, da patadas al agua..., mientras suena Singin’ In The Rain. Una delicia que se prolonga hasta la llegada del guardia con gesto adusto, mas la inocente explicación de Don mantiene el encanto. Libertad propia en armonía con el parecer de los demás, ¡qué difícil!, también para ti que te has movido siempre dentro de unos parámetros prefijados; sin embargo haces el esfuerzo (que no es tanto, luego te das cuenta) acercándote a la terraza del “Coppelia”, allá en La Habana. Los dos están sentados frente a frente (es Fresa y chocolate): Diego (Jorge Perugorría), obsequiante, queriendo camelarse a David (Vladimir Cruz); éste, receloso, incluso enojado. Ya no te vas a separar de ellos, y al final celebras ese abrazo largo, cálido, que rebosa afecto, que concilia posturas contrarias o sentimientos diferentes; ¡hermoso!
Te quedan muchas citas... Para evadirte, para fantasear, para madurar, ¿también para enamorarte? Como compagines la rutina con el celuloide es cuestión tuya. Sí, citas innumerables, y hoy ya tienes ilusión en la próxima.


Marina Caballero

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