sábado, 30 de enero de 2010

El poeta entre la tierra y los sueños

Evoquemos por unos instantes la Arcadia. Aquella región montañosa y con bosques del antiguo Peloponeso que los poetas griegos, latinos y también renacentistas ensalzaron e idealizaron.
Ya desde Virgilio, en sus ficciones, ellos describían la Arcadia como un lugar bello donde habitaba la inocencia, inocencia sin artificios, y la felicidad.
Sin embargo, los parajes habituales del poeta, esos parajes interiores que habitan sus sentamientos, no son tan apacibles. Ni siquiera entonces lo fueron. Y así lo sentí en mi viaje reciente al encuentro de los poetas antiguos. Hallé a Anacreonte no tan embebido como otras veces en sus canciones ligeras de amor y vino. Por el contrario, él se dolía de su propia vejez. Aquella muchacha de sandalias de colores…

…Pero ella, que es de la bien trazada Lesbos,
mi cabellera, por ser blanca, desprecia,
y mira, embobada, hacia alguna otra.

También visité a Safo cuando ella componía un canto de bodas por encargo, mas su tono festivo se trocó en lamento al recordar la partida de una amiga y su lecho vacío.

… Y media la noche,
la hora pasa,
y voy a acostarme sola.

Finalmente acudí a Roma para escuchar a Catulo, considerado por muchos como el mejor poeta lírico latino. Él me recibió arremetiendo sin pelos en la lengua contra su amada infiel.

¡Malvada, ay de ti! ¡Qué vida te espera!
¿Quién se te acercará ahora? ¿Quién te verá hermosa?...

Aunque, tras el desahogo, se entregó al deleite que le inspiraba un bello lugar.

Y así, tantos otros, desde entonces hasta nuestros días. Dudas, contradicciones e incluso sus autocríticas. El poeta ante el espejo y dentro de su laberinto. El poeta entre el fuego y el frío. Unas veces asiéndose a las cosas, a los objetos, o a la misma naturaleza y sus seres vivos, buscando reconocerse en ellos o utilizándolos para explicarse. Y otras veces simplemente ocupando con sus propias preguntas el entorno vacío. Y todo ese arrebato, esa lucha interior impregnando trazos sobre un papel, palabras que intentan ser arte.
La emoción del arte.


Marina Caballero
Fragmento presentación Jornadas Literarias (2004). Casa Revilla, Valladolid.
Ilustraciones:
Safo de Lesbos en un mural de Pompeya (Fratelli Alinari) y
Anacreonte de Téos, obra romana en mármol, Museo del Louvre, Paris.


jueves, 14 de enero de 2010

A veces,
palabras tan loadas como entereza,
resignación,
serenidad,
ponen mordaza
a la rebeldía de quienes sufren lo injusto.


Del poemario Hálitos

Marina Caballero

sábado, 9 de enero de 2010

LA FATALIDAD
SE DIBUJÓ
EN UN PLATO DE LOZA


Ella se fue con otro hombre y le dejó un beso en la boca de disculpa. Marchó ávida a la aventura del nuevo varón y le dejó un plato como recuerdo. Aquel plato con su rostro de musa embaucadora grabado en el fondo.
Él se desentendió antes del objeto que del beso y buscó con empeño otras bocas para olvidar el antiguo sabor.
Pronto en sus salidas de desquite encontró a la muchacha posesiva que le planchó los pantalones en ausencia de su madre. ¡Ahí te quedas!, dijo él entonces al bello rostro de loza que tantas madrugadas había encandilado su libido; y con desdén, como cosa finita, arrinconó el plato en las tinieblas del aparador.
De nuevo florecieron las lilas en el patio de atrás, y a medida que luego iban cayendo sobre las losetas grises, él se apoyaba más en la relación estable que la muchacha hacía acogedora. Juntos remozaron la casa para anidar pronto: pulían, barnizaban..., o pedaleaban en las tardes de asueto por la ribera, o reunían a parejas de amigos durante largas sobremesas de monopoly. Y aunque a él por varias veces se le escapó otro nombre de mujer, la muchacha consoló su nerviosismo mordiéndose las uñas. Así, un sábado de tórrido agosto, ambos intercambiaron sendas alianzas conmovidos por la coral de alquiler. Y la llamada de la carne endulzada con ternura los hizo buenos compañeros de lecho, que reían lo chocante de cada jornada bajo el edredón de plumas. Estaban a sus cosas con las emociones en orden: él asesorando contribuyentes y la muchacha envasando conservas. En aquella placidez, las hojas del álamo joven se iban posando una tras otra sobre el seto. Entonces llegó un telegrama y la muchacha fiel cruzó a la ciudad de al lado. Fueron besos con lágrimas a pesar de que la ausencia se preveía corta.
Él no quiso aburrirse demasiado: entre martillo y taladro fumó de nuevo, luego reposó enfrascado en un manual de historia, y al olor de canelones parmesanos buscó un plato. Para nada se acordaba, pero un rayo dorado despertó del letargo los sugerentes ojos de loza y ella volvió a seducirlo, como en aquel otro invierno cuando la nieve dibujó flores en los arbustos.
La obsesión de lujo bajó las persianas. No obstante pronto el embeleso se trocó en odio ante aquel rostro sin cuerpo que nada le daba. Entonces quiso afearla con el uso y comió encima. Pero la salsa deformaba su sonrisa de loza en burla. Encolerizado, la tapó con el guiso. Rechinó el tenedor que pinchaba la carne. ¡Muérete!, musitó convulso, y con la violencia del corte, el cuchillo le saltó a la garganta.
Cuando la muchacha eficaz regresó de sus gestiones, se lo encontró a él desangrado junto a los pedazos de un plato roto. De un plato blanco y liso entre restos de comida. La tierra no cubrió el espanto. A buen seguro el dolor mordería su juventud durante varios calendarios. Aún así, la muchacha ultimó quehaceres, y antes de partir al sosiego de sus padres, arrojó los trozos de loza a un contenedor mientras el viento barría la última hojarasca de la esquina.


Marina Caballero
Ilustración: Pumbélere de Agustín Espina.
60 x 44 cm. Arte Nuevo Digital. (Pintado a mano alzada).

jueves, 7 de enero de 2010


En el libro abierto,
alivio o delicia de dos seres...


Tan sólo reflejos que esmalta la lluvia en las aceras…
En esta noche de desconcierto,
cercano está el poeta que ya no existe
en su realidad de carne y de hábitos.
Él se acuesta a mi lado y me susurra
la belleza que se encontró en su tiempo:
La charla queda de las miradas,
recorrido de los grandes jardines siempre lozanos;
el paso lento de labio a labio,
romería con perfumes que se entrelazan;
la emoción sin lágrima en dos pieles juntas,
retorno de aves a tierras de sol...
Y así mi espera se vuelve crédula.
Transijo con la antipatía de los momentos.

Del poemario Desde la quietud

Marina Caballero

domingo, 3 de enero de 2010

Por la calle

Calor, sudores.
La joven se aleja del quiosco de helados, mientras se lleva a la boca un polo de naranja. Camina resuelta con la manga corta de su camisa vacía. Es manca.

Calor, asfixia, sopor.
El viento agita e hincha los plásticos azulones del edificio en obras, y la polvareda se adueña de la calle. En la acera él y ella, perezosos, siguen camelándose.

Calor, pesadez, apatía.
Junto a las cajas de fruta, sentada en el bordillo, una niña dibuja mares con olas.

Calor, agobio, hedor.
El hombre de amarillo se me queda mirando con exquisitez. Luego empuja de nuevo el contenedor, entretanto yo, con un ramo de flores frescas, sonrío desde la parada del autobús.

De Apuntes de un verano

Marina Caballero

viernes, 1 de enero de 2010

Lo onírico en aquel prólogo publicado por la revista P.O.E.M.A.S. de Rafael Marín


He quedado con ella bajo los soportales en la Plaza, entre el barullo de los comercios aún abiertos, cuando la tarde ya se hizo noche y los faroles rasgan las sombras. Mi amiga la poeta se acerca, de gris o de azul, sin detalles que resalten en la camisa, ¿o es la chaqueta? Mas según bajo la mirada, reparo en sus medias hasta la cintura que cubren y transparentan su carne a la luz brillante de la tienda de regalos, sin vello en el pubis, piel de seda... Cuando se da la vuelta mostrando sus glúteos, mis ojos chocan con el pesado, voluminoso diccionario de la Real Academia que cuelga de su espalda.

Marina Caballero