Aquel comediante se detuvo en la plaza. Bajo el paraguas con la maleta. Ya no había teatro.
Y se quedó allí quieto, cabizbajo, quizás sin saber hacia dónde tirar.
“En 1744 Antonio Palomino ofrece al Ayuntamiento pagarle 15.000 reales anuales, durante veinte años, a condición de «hacer la casa Teatro de la Comedia en el sitio que llaman las carnicerías». El viejo edificio que se acondiciona era propiedad del Hospicio de los niños expósitos que tenía el usufructo de las comedias desde el siglo XVI. Pero estaba ruinoso y por ello era necesaria su restauración. En 1787, el Diario Pinciano proclama con alborozo que «Valladolid tiene un Teatro de Comedias muy capaz y hermoso». En este teatro Napoleón asistirá a una representación cuando pasó revista a sus tropas en el Campo de Marte.” (Emilio Salcedo, Teatros y espectáculos, del libro Valladolid, imágenes de ayer. Grupo Pinciano, 1985).
El Comediante del escultor Eduardo Cuadrado, situado en la antigua plaza de la Comedia, sigue intemporal lamentando, sin duda, la pérdida de teatros en nuestra ciudad de Valladolid. Pero también convencido de que, en último caso, el escenario está en una esquina, en un pasaje, allá donde el comediante actúe y acuda, al menos, un espectador.
Acerquémonos, pues. Es su mudo semblante quien habla, está representando su propia obra. Y yo me detengo, aunque sea irrelevante desvelar que nací en una casa de interior, casi lindante con el ya olvidado Teatro de la Comedia.
Marina Caballero